Hasta el último suspiro |

Algún día me sentaré con mis hijas y mis nietas en la misma mesa y podré decir con enorme orgullo que sangrar cada veintiocho días mientras gritábamos a pulmón en las calles de Madrid mereció la pena, porque no hay mayor causa que luchar por aquello que nos afecta, que nos oprime y nos castiga. Porque mereció la pena dar la cara en momentos de tensión política y crisis social, donde se nos asesinaba y se nos violaba, donde querían que aceptáramos un rol de género que nos hacía inferiores y que con dientes y garras rechazamos. Porque mereció la pena enseñar a nuestros compañeros lo que suponía ser una de nosotras y ver cómo ellos se hacían aliados. No me arrepiento de haber nacido luchadora, ni revolucionaria, ni poco conformista. No me arrepiento de haber sido y ser feminista. No me arrepiento de haber nacido mujer, porque el futuro idílico en el que pienso todos los días está por venir si juntas nos sentimos, si unidas nos hallamos. 

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